13 Muestra de Cine Europeo del 14 al 20 de noviembre 2018

Rumanía país invitado

La fuerza del cine rumano. Por Augusto M. Torres

El 9 de noviembre de 1989, tras diferentes tensiones en los países del bloque comunista europeo, cae el Muro de Berlín, finaliza la división de Alemania en República Federal y República Democrática. Acaba la Guerra Fría, poco a poco estos países dejan de ser aliados forzados de la Unión Soviética. Durante la siguiente década tiene lugar un curioso fenómeno a niveles cinematográficos: la paulatina disminución de calidad y cantidad de la producción. Desaparece la dura censura estatal, que en los mejores momentos respalda la realización de producciones críticas para mostrarlas en el extranjero como publicidad de las virtudes nacionales. Pero aparece otra peor: la económica.

Realizadores de reconocido prestigio, los checos Jan Němec, Jiří Weiss y Věra Chytilová, los húngaros Zoltán Fábri, Miklós Jancsó, Márta Mészáros y Béla Tarr, y el polaco Jerzy Kawalerowicz, por poner ejemplos significativos, tienen insalvables dificultades para dirigir obras personales, dejan de hacer películas o disminuye su calidad. La excepción es Andrzej Wajda, que hasta los 90 años dirige producciones personales. Debutan menos jóvenes y lo hacen con películas sin interés, realizadas muchas veces en coproducción con otras cinematografías e incluso habladas en idiomas ajenos. Otra excepción sería la excelente “Ida” (2013), del polaco Pawel Pawlikowski.

La completa excepción es Rumanía y su cinematografía. Antes de la caída del Muro casi no existe, su cine es uno de los menos llamativos de los denominados Países del Este de Europa. Sólo producen alguna interesante película aislada, como “El bosque de los ahorcados” (Pâdurea spânzuratilor, 1965), de Liviu Ciulei, sobre las dudas de un joven soldado en la Gran Guerra, que obtiene el premio a la dirección en el Festival de Cannes; y “El levantamiento” (Râscoala, 1966), de Mircea Mureșan, en torno a la revuelta de un pueblo contra los terratenientes en 1907. Además de un único director, Lucian Pintilie, con una trayectoria tan compleja como destacada. La explicación surge al analizar las circunstancias que la rodean.

Como en los restantes países del bloque comunista, en Rumanía hay en 1989 una sucesión de sangrientas revueltas, en este caso contra la dictadura de Ceaușescu. Finalizan, tras la caída del Muro del Berlín, con la detención de Nicolae Ceaușescu y su esposa Elena Ceaușescu. A finales de 1989, durante un juicio sumarísimo, donde se niegan a declarar por no admitir la legalidad del tribunal que, entre otras cosas, les acusa de ordenar disparar contra los manifestantes, son declarados culpables, y el 25 de diciembre, día de Navidad, fusilados.

El escritor rumano Norman Manea, por ejemplo, exiliado en Estados Unidos desde hace años, cuenta en su peculiar autobiografía “El regreso del húligan” (Intoarcerea huliganului, 2003) que no es partidario de este sistema. Hubiese preferido un juicio ordinario y una condena que hubiera terminado con su puesta en libertad. Sin embargo, si hubiese muerto en la cama, rodeado de sus esbirros, como otros dictadores europeos de inacabable trayectoria, es posible que la situación de Rumanía, en general, y del cine rumano, en concreto, hubiera sido diferente. Apenas 10 años después, desde principios del siglo XXI, comienzan a aparecer importantes jóvenes directores. Con limitados medios, teniendo presente la realidad del país y su reciente pasado, hacen interesantes películas personales. A pesar de sus limitaciones económicas, las mejores ganan premios en prestigiosos festivales y tienen distribución internacional.

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